Absolutamente rodeado, Sakoto intentó pensar rápido qué hacer. No se le ocurrió nada. Él sabía moverse en el bosque o en campo abierto, pero en un laboratorio sin salida con una decena de soldados apuntándole, más bien era novato. Para ganar tiempo, preguntó:
—¿Cómo me habéis descubierto?
—Hay cámaras por todo el laboratorio, imbécil —dijo uno que parecía más alto en rango, aunque no en altura—. Ahora muévete lentamente hacia nosotros con las manos en la cabeza.
Sakoto pensó que sí, había sido imbécil. Y Castro también, por no caer en ello. «Como maestro de artes marciales vale, pero como espía…»
El Maestro Castro, que estaba escuchándolo todo a través del escucher, se dio cuenta de algo al oír al soldado.
—Sakoto, estos tipos no te van a disparar ahí dentro. Podrían cargarse el experimento si lo hacen —le dijo a su discípulo.
—Vale, ¿y qué hago?
—Te lo acabo de decir, acércate con las manos sobre la cabeza —dijo el soldado jefe, creyendo que Sakoto le hablaba a él.
Castro, entendiendo que Sakoto no tenía experiencia en ese tipo de situaciones, intentó calmarlo.
—Saca el control remoto del C4 y amenázalos con volarlo todo. Iré para allá mientras tanto. Gana todo el tiempo que puedas.
A Sakoto no le convencieron las palabras de su maestro. El hombre silvestre no era precisamente paciente. Pero Castro le recordó que tenía el control remoto de los explosivos y que estos ya estaban colocados. Tuvo una idea que, a su juicio, era más eficiente. Sacó el dispositivo y les dijo sonriente:
—¡Qué os jodan!
A continuación, concentró ki con el Golpe de Castro, apretó el botón del control remoto y, mientras todo comenzaba a volar por los aires, saltó a mucha velocidad y atravesó el techo del edificio.
La explosión fue muy potente. Al parecer, las tuberías del laboratorio contenían algún líquido que, al contacto con el fuego, provocaba una fuerte detonación.
La altura del salto le permitió a Sakoto observar el panorama. Como era de esperar, comenzó a sonar la alarma del cuartel y los soldados de Nalehom se dirigieron a los escombros del laboratorio. «Va a haber piñas aquí», se dijo, preparándose para el combate. No pensó en la huida porque, simplemente, seguía rodeado. Los soldados venían de todas partes. Castro mostró su descontento al ver la explosión desde la playa.
—¡Sakoto, ya te vale!
—Lo siento Maestro, estaba acorralado… y eso no me gusta.
—¡Escapa y ven para acá!
Castro estaba muy enfadado por no poder descubrir nada sobre el experimento. Pero al menos habían destruido algo que parecía importante para Nalehom.
***
Sakoto vio llegar a los soldados y sintió que su cuerpo y su ki comenzaron a arder ante la batalla que se cernía sobre él. No esperó a que sus enemigos abriesen fuego; se abalanzó hacia el grupo que tenía más cerca. Con el Golpe de Castro concentrado en las piernas ganó velocidad y esquivó los ataques enemigos. Abatió a cuatro y se escondió unos instantes tras un generador de energía que había cerca de una valla. Pensó en escapar, pero algo dentro de él le impulsó a seguir combatiendo.
Los disparos desde todos los flancos no cesaban. Saltó por encima del generador y lanzó pequeñas esferas de ki, eliminando a varios soldados más. Después, usando de nuevo el Golpe de Castro, se impulsó desde el aire hacia el suelo, en dirección a otro grupo de soldados. No podía volar, pero con la técnica de Castro era capaz de moverse rápido en todas direcciones. En ese momento se sintió poderoso.
Alguna bala le rozó, pero debido a su nueva velocidad podía esquivar rápido, impulsarse y atacar todo el tiempo. Con aquella estrategia logró vencer una buena cantidad de soldados, y él mismo se sorprendió de sus nuevas habilidades. «El Golpe de Castro es increíble», pensó.
Los soldados que aún se mantenían en pie salieron corriendo. Sakoto se sintió orgulloso, creyendo que se iban despavoridos al ver su fuerza. Pero ese no era el motivo. Casi sin percatarse, una máquina grande y pesada apareció ante el guerrero. Era un Mamotretoide, una de las máquinas de guerra bípedas más avanzadas de la armada de Nalehom. Era un mecha de pequeño tamaño, robusto. Contaba con una buena variedad de armas; su brazo derecho no era tal, sino una ametralladora Cagenoid, la mejor del ejército.
—Vaya, el jefazo —dijo Sakoto, con aire soberbio.
—Señor Sakoto, le conocemos —dijo una voz tranquila desde el interior del Mamotretoide—. Soy la coronel Kukiche, la responsable de Andevás. Por su culpa, mis superiores me degradarán. Pero si le mato y les llevo su cabeza, quizá Su Majestad Nalehom perdone mi fatal error. Procedo a descabezarle, Sakoto.
«Está como una cabra, ¿para qué tanta explicación?», pensó Sakoto. Le dijo:
—No me cuentes tu vida y ven.
Sakoto cargó el Golpe de Castro una vez más, realizó una serie de movimientos en zigzag y se arrojó a la cúpula que protegía a Kukiche. Pero antes de que llegara a golpear, el Mamotretoide levantó su brazo izquierdo y golpeó a Sakoto a toda velocidad. El ataque le dolió, estampándole contra el suelo, agrietándolo.
El mecha apuntó con la Cagenoid para rematar a su enemigo, Sakoto se apartó a tiempo y de un salto se colocó detrás del mecha. Cuando estaba a punto de golpear a la máquina de guerra, Kukiche reaccionó y de la espalda del Mamotretoide surgió un puño impulsado por un muelle. Impactó en Sakoto, despidiéndole esta vez contra una pared. «¡Me he confiado, maldición!», reconoció Sakoto. Dio una voltereta en el aire y se apoyó en la pared, impulsándose fuerte hacia el mecha.
El Mamotretoide disparó de nuevo la Cagenoid y al mismo tiempo lanzó un misil desde la parte superior de la destructiva máquina. «Eres mío», pensó la coronel. Pero Sakoto estaba decidido a terminar el combate antes de que agotara sus reservas de ki.
A medida que se acercaba al mecha —y el misil a él—, comenzó a cargar el Carcayú invertido. Cuando consideró que lo tenía listo, lo lanzó. Esta vez, el ki del Carcayú estaba concentrado, sin fisuras. Pulverizó el misil y las balas del Cagenoid, para luego impactar contra el Mamotretoide. La máquina de guerra quedó hecha añicos y, antes de que los soldados volvieran, Sakoto, cansado, huyó del cuartel de Andevás.
Misión cumplida… a medias.
***
—¡Las cosas no funcionan así, Sakoto! Te lo dije, y recuerdo que lo dije porque estaba ahí cuando lo dije: ¡prudencia, mucha prudencia! ¡Has volado media base y no sabemos todavía de qué va el experimento ese! No sé si hemos hecho bien al enviarte. Pero eso no es lo que me más me preocupa…
Sakoto estaba avergonzado y no quiso buscar justificaciones, porque no las había. Preguntó a su maestro:
—¿Qué le preocupa, Maestro?
—Tu actitud. He sentido tu energía mientras peleabas y era un ki rabioso. Has sido impaciente, arrogante y temerario.
—Me he dado cuenta luchando contra la máquina esa, Maestro.
—Debes darte cuenta antes. Ya no estás en el bosque. Ante un enemigo de esa talla, en su propia casa, lo coherente hubiera sido marcharse. Has tenido suerte. No dudo de tu capacidad, Sakoto, pero debes pensar más en lo que haces.
» Además, cuando volvamos a Tarrakron trabajarás en equipo y tus acciones podrían perjudicar al resto, poniéndoles en peligro.
—Entiendo, Maestro, no he sido consciente…
—No confíes nunca en tu poder. Si Nalehom lleva veinte años dominando Raus, no es de casualidad. Él y sus secuaces son muy poderosos, sin contar con su ejército.
—¿Nalehom también es poderoso? Nunca lo he visto.
—Es un brujo. Manipula el ki de forma corrupta y su magia es de un alto poder destructivo. Fue un teniente del Gran Demonio Khargis, no lo olvides. No te fíes Sakoto, no te fíes…
***
Unas horas después de lo sucedido, un extraño tren de vapor llegó a Andevás. Un individuo bajó de él. Al verlo, los pocos soldados que quedaban en el cuartel sintieron miedo. Uno de ellos se acercó para hablarle, pero aquel lo miró fijamente y el soldado se retiró, asustado.
El aterrador hombre inspeccionó los destrozos ocasionados por Sakoto por toda la base. Cuando llegó a los restos del Mamotretoide se encontró con unos soldados que estaban intentando ayudar a la coronel Kukiche, muy malherida. Había sobrevivido. Vio al individuo acercarse y, al reconocerlo, le dijo:
—Llegas tarde… Si… hubieras estado, no habría pasado nada de esto…
—No tienes excusa, Kukiche —respondió frío y tajante el misterioso hombre.
—Vaya, el renegado… me va a dar lecciones ahora…
—Has sido incapaz de servir a tu señor.
El impasible individuo apuntó con su dedo índice a la convaleciente coronel y le atravesó el corazón con un concentrado rayo de ki. Luego, como si nada, volvió al tren y llamó a Nester Log.
—Log, mañana llegaré a la estación de Tarrakron. Nos vemos ahí.
—¡Esos hijos de perra de La Praleña!¡Quiero que te los cargues a todos!
El tipo colgó y el tren se movió de nuevo. CONTINUARÁ…